Decenas de imágenes regresan a mi memoria más reciente, mientras escucho de nuevo la música de Los Miserables (Tom Hooper – Reino Unido 2012). Y voy cobrando consciencia de que esas imágenes ya nunca abandonarán mis retinas. Esos primeros planos de personajes desgarrados por tragedias propias o ajenas, ya son míos para siempre. Es lo que sucede cuando una imagen deja de ser imagen y se convierte en historia por si misma. Cuando sus artífices, con sus dedos constructores, son capaces de traspasar a la pantalla una vida entera en cuestión de segundos. Y, en ocasiones los instrumentos de esos artesanos son humildes: paletas de colores, pinceles, polvos, barras de labios…
Y, aquí y ahora, no pretendo hacer una crítica de cine, no es mi propósito. Lo es compartir mis impresiones acerca de una de las facturas artísticas más dignas que he visto en mucho tiempo.
Esta nueva versión de Los Miserables (Les Misérables) es una adaptación del musical con libreto en inglés estrenada en 1980, el cual nació, a su vez de la pluma y los ideales de Victor Hugo, quién la escribió en 1862, en Francia, por lo que vivió y presenció en primera persona los hechos y la gran herida social que relata.
Y esta historia está plagada de personajes con marcadas diferencias entre si, cada uno arrastrando el peso de su pasado y de su presente, además del de su conciencia. Cada uno perteneciendo a una particular porción del universo de la Francia del primer tercio del XIX. Y, además, transcurren bastantes años. Y es aquí dónde comienza la dificultad de plasmar todos y cada uno de los detalles en cada rostro, de dotar de vida a cada personaje. Un trabajo de titanes.
Hugh Jackman casi está irreconocible, su cuerpo entero, desde la cabeza a los pies, es transformado, es desgastado, castigado, para meterse en la piel de Jean Valjean. Para salir del fango, ostentar una acomodada posición social, volver a caer, envejecer, seguir luchando y seguir envejeciendo. Es asombroso.
Tan importante es despedazar un rostro, como saber dotarlo de pulcra arrogancia. Este es el caso de Javert, interpretado por Russell Crowe. Unos segundos bastan para adivinar su falta de compasión, su obsesión por el orden. Cada cosa en su lugar, y un lugar para cada cosa.
Un halo de inocencia enmarcada en azul nos la presenta casi angelical para, en pocos minutos de metraje, sumirla en las profundidades del abismo más cruel y atroz. Es Fantine, es Anne Hathaway. Cada poro de su piel, cada centímetro de su carne ausente cantan con ella. Emoción incontenible.
Las clases más bajas de la sociedad, hasta la industrialización de la cosmética, no se maquillaban como la alta burguesía, existía un abismo. Abismo que, en la mayoría de las producciones se pasa por alto o, es tan sutil, que apenas se aprecia. En el caso de Los Miserables, esa diferencia social se capta al segundo, porque roza lo grotesco, porque se empaña con el desagrado mismo del ambiente que refleja. Es el caso de Mr. y Mrs. Thénardier, Sacha Baran Cohen y Helena Bonham Carter. Con una caracterización capaz de suscitar el desprecio del que son merecedores estos personajes.
En el lado opuesto de carácter, que no de posición, es la aparente ausencia de maquillaje, el medio escogido sabiamente para presentar a Eponine. Y con esa sencillez, con esa transparencia, ayudada por la belleza natural de Samantha Barks, este personaje se muestra un tanto desconcertante, y permite que descubra su verdadera naturaleza según avanza la cinta.
Una niña pequeña, con una vida pequeña, arrancada de los brazos de su madre, sometida, privada de su condición de infante, pero que apenas le pertenecerán unos pocos planos, tiene que ser capaz de captar la atención en un instante. Más que conseguido. Perfecto. Isabelle Allen es la perfecta niña Cosette.
Y esa niña crece, en un ambiente muy diferente, con una tranquilidad económica que envuelve su piel en bellas telas. Crece protegida, amada. La candidez y la pureza brillan en los pómulos de Amanda Seyfried, sutilmente empolvados, en sus ojos, apenas tocados con un velo de delicado color.
Y podríamos seguir, hasta analizar cada escena, cada corte, cada centímetro de la cinta, pero, creo que con esto es suficiente para dejar constancia del magnífico trabajo realizado por Lisa Westcott y su equipo. Ya le han concedido el BAFTA a “Mejor maquillaje y peluquería”. Opta al Oscar. En realidad, no creo mucho en los premios, mi método de medición es mucho más sencillo, más rustico, rudimentario incluso. Y está basado en mi concepto de arte. El arte es cualquier manifestación capaz de hacerse un hueco hasta el alma misma, y embargarla de emociones, hermosas, horrendas, sutiles, brutales, incontenibles, imborrables. Emoción, al fin. Por ello no puedo hacer otra cosa que concluir como comencé: cuando el Maquillaje se convierte en Arte...
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