Compartir estas fotos supone para mí un ejercicio de sanación…
…Hoy me apetece divagar. Estoy segura de que estas líneas llevaban tiempo revoloteando dentro de mi cabeza, ha llegado la hora de dejarlas volar. Tal vez, porque he comprendido que la realidad ha cambiado, para siempre. Ya no se trata de esperar el retorno de lo perdido, sino de encontrar la manera de construir un mundo propio, nuevo y luminoso, en medio de esta revolución de final incierto.
Porque, en realidad, de incertidumbre es de lo que va la cosa. En muchas charlas he escuchado frases que contenían el mismo mensaje, ese que habla de lo aprendido a lo largo de estos meses, que nada es seguro y que en cualquier momento la rueda de la vida puede girar de forma insospechada. Es cierto, pero mi mente, inquieta e inconformista, no puede evitar preguntarse: ¿cuándo no ha sido así?, ¿acaso en algún momento de nuestras vidas hemos estado realmente seguros? El cambio ha sido, es y será, lo único que no cambia, paradoja en estado puro. Es verdad que esta afirmación dicha deprisa asusta, incluso puede llegar a producir pánico, porque nos obliga a detener nuestra mente atribulada e incitarla a pensar. Pensar en lo que significa e implica la palabra cambio. Y he aquí el gran descubrimiento.
Y es que, en realidad, que todo nuestro pequeño universo pueda moverse de golpe hacia cualquier dirección y en cualquier momento es, en esencia, la máxima expresión de libertad. Esa movilidad, lejos de torturarnos, es lo que nos hace verdaderamente libres. A diario, hipotecamos esa capacidad de movimiento creando apegos férreamente anclados que nos inmovilizan, porque, falsamente, nos producen una mentirosa sensación de seguridad a la que agarramos nuestra efímera esperanza de vida. Por supuesto, un barco en calma parece más inofensivo que uno que se mueve violentamente azotado por un mar embravecido. Pero, si lo pensamos bien, el final es igual de incierto para ambos y, sin lugar a dudas, ese final terminará por llegar.
Hace un par de días escuchaba un magnífico podcast que contaba la historia de una activista que había pasado meses agazapada entre las ramas de una milenaria secuoya con el firme propósito de que ésta no fuera talada. Durante su estancia al abrigo del anciano árbol, una terrible tormenta la llevó a temer seriamente por su vida, y el temor la conducía a sentir más y más miedo y a tratar de agarrarse con más fuerza al inmenso tronco. Hasta que, en un momento de terror insoportable, por fin comprendió. Aquel árbol no estaba luchando contra la tormenta, simplemente se dejaba mecer por ella. En lugar de entender aquel fenómeno atmosférico como una amenaza oponiendo resistencia para no moverse, la mágica criatura se volvía flexible y aceptaba sin más. Y entonces ocurrió, aquella activista empezó a imitar aquel comportamiento, comenzó a dejarse mecer. El temor desapareció y en su lugar nació un nuevo e inesperado sentimiento, la alegría, porque, para su sorpresa, se estaba divirtiendo. Cuando la tormenta cesó, tanto ella como su querida secuoya, habían salido ilesas y, además, fortalecidas. Estoy segura de que nos ha pasado a todos, sentir el suelo moverse bajo nuestros pies porque la realidad ha decido mutar y, lejos de entenderlo, empezamos a luchar. Lo malo de las luchas es que son agotadoras y casi nunca terminan bien.
Los cambios no son fáciles, suelen traer de regalo la molesta sensación de desorden emocional, de caos. Surge la necesidad de mirar hacia dentro y buscar la salida que, queramos o no, es solo asunto nuestro. Cometemos el error de depositar en otros la responsabilidad de nuestra dicha o la culpa de nuestras desgracias. La pareja, el jefe, una compañera de trabajo, un amigo, o más allá, un estamento grande o pequeño, una ley, un gobierno. Cometemos el error de esperar a que los demás arreglen nuestros problemas porque siempre encontramos en otros el origen de los mismos. Todo es cuestión de sentarse a esperar. Leí hace poco, de boca de un filósofo cuyo nombre no recuerdo, que la historia de la humanidad ha sido escrita por el quince por ciento de la población enfrentada entre sí, mientras el resto, simplemente, esperaba para tomar la mejor posición, es decir, no se movía. Esta idea me resultó pavorosa. Me atrevo a afirmar que, en estos dos últimos años, todos hemos notado cambios. Es cierto que una misma circunstancia afecta de manera diferente a cada ser humano, pero afecta, a menos que se niegue la realidad. Confieso que, yo misma en ocasiones, busco la piedra a la que aferrarme aterrada ante la perspectiva de un futuro que se me dibuja despiadado por momentos. Pero me niego a caer en el juego del miedo, me niego a entregar mi vida a cambio de quedarme quieta, bajo la falsa idea de que quieta estoy más segura, porque no es verdad. Falsos salvavidas para miedos inventados. Me niego.
Y cada día voy descubriendo qué pieza nueva incorporar a este sorprendente puzle y doy gracias por ello. Cada día descubro un rostro nuevo o no tan nuevo, pero amable y compasivo, mientras me doy cuenta de que otros se han quedado atrás, que ya de tan viejos apenas si los recuerdo, porque un rostro se vuelve viejo cuando deja de ser mirado. Cada día descubro mi nueva realidad. Es posible que esa realidad nunca vuelva a ser la que era, pero existe la posibilidad de que la que venga sea mejor, sobre todo si nos encargamos de construirla cada uno de nosotros, sin esperar la salvación de manos de nadie.
Cuando las cosas cambian, fácilmente caemos en la manida idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Yo misma, ante momentos de flaqueza, regreso con la memoria a casa de mi abuela Jesusa, regreso a casa. Bajo su ala el mundo podía ponerse como le diera la gana que yo estaba a salvo, me bastaba una de sus toscas miradas para sentirme invencible. Porque la memoria tiene la capacidad de volver dulces los recuerdos, de hacernos olvidar las broncas constantes con una pareja pasada y recordar solo los buenos instantes, cuando sentimos más intenso el peso de la soledad. O añorar un trabajo estable después de lidiar con una agenda que baila a ritmo de test, olvidando el dolor de estómago que causaba la total falta de motivación. Recordamos mal, siempre. La nostalgia nos lleva a regresar al pasando buscando un cálido refugio que ahora sentimos tambalearse.
Un refugio, un hogar. Es una de las principales metas de todo ser humano, conseguir hacerse con un hogar propio, forjado sobre fuertes cimientos, provisto de resistentes muros. Un hogar al que volver cuando las cosas se tuerzan, en el que encontrar el tan ansiado techo y escapar del cambio. En medio de esa ansia, por la que hipotecamos tiempo y mucho dinero, olvidamos que las paredes más fuertes están hechas a base de brisa fresca y luz, y que los cimientos más sólidos son nuestros propios principios. Ese es el hogar que de verdad nos pertenece y que sabrá ser nuestra particular secuoya, para sortear las tormentas que la vida tenga preparadas, entendiendo que todo cambio tiene un único y magnífico fin, enseñarnos a vivir.
Me ha costado mucho entender ciertos cambios y, siendo sincera, todavía me cuesta, pero ahora los enfrento de manera diferente, entendiendo que la única manera de abrazar la vida es, irremediablemente, dejarse mecer por ella.
Estas imágenes que veis son obra de Gimena Berenguer, y tengo que darle las gracias porque solo con ella, solo delante de su cámara, pude sentirme capaz de cerrar una herida que jamás debió ser abierta. Pensar en dejarme fotografiar me anudaba la garganta y la fe, y esa sensación es, en realidad, el motivo que se esconde detrás de estas fotografías. Fácilmente puedo señalar el origen, pero no lo haré, porque de esa horrible experiencia he obtenido hermosos aprendizajes. Uno de ellos es que toda herida ha de ser curada. Quién no recuerda el agua oxigenada sobre el codo rascado contra el suelo, y una madre empeñada en limpiarlo, a pesar de nuestros lamentos, sabedora de que si esa herida se infectaba, sería mucho peor. Si, las heridas hay que sanarlas, aunque duela. Pero dolerá menos siempre que tengas a tu lado a seres generosos, como ella, Gimena, personas rebosantes de humanidad y empatía que no preguntan motivos, tan solo dicen: “Tú dime dónde, que yo estaré”, y es verdad (siempre has estado ahí, jamás lo olvidaré).
Y en este camino de cambios no puedo pasar por alto a un ser de luz, a mi más que querido J.L. Boado. He de darle las gracias por ser mi farero en medio de la nada, no para guiarme, sino para soltarme la mano y enseñarme que, yo sola, soy capaz de nadar contra corriente. Recuerdo nuestro primer encuentro, ya en otra vida, entre pánicos aterradores seguidos de su dilapidaria respuesta: “¿y qué?”, con esa clase de bofetones emocionales solo él es capaz de poner a andar mi cerebro (que sepas, amigo mío, que tengo la intención de no perderte nunca).
Sentiros libres de comentar, en realidad, una buena conversación me sigue pareciendo uno de los más exquisitos y sencillos placeres de estos magníficos días que son nuestra vida.
Eva Villamar
Obvia decir que mi propio peinado y mi maquillaje son, pues eso, cosa mía, de esta maquilladora que escribe.
(Por cierto, la reproducción total o parcial de estas imágenes y contenido escrito está prohibida, sobre el amparo de los derechos de imagen y de propiedad intelectual)
Que maravilla de relato, que maravilla de fotografías… Me quedo sin palabras pero me hiciste pensar, y sólo eso es un enorme regalo. Gracias Eva simplemente por ser como eres, te aprecio mucho.
Gracias Gorka, de corazón espero que esos pensamientos sean positivos, estoy segura de que si, pues así los mereces.
Yo también te aprecio mucho.